Visita Navideña
Siempre esperé que viniera para alguna Navidad. Si estoy en lo correcto, ella llegó un tanto exhausta aquel día, pues recorrer el Polo Norte con los pies descalzos es un verdadero acto heroico, pero ahí estuve para abrazarle. Su hermosura me encandiló de inmediato. Envolví sus manos frías con las mías, dándole un poco de calor, y expresé mi profunda admiración por su tan esperada visita.
Le invité para que entrara a mi morada. Aceptó con menuda cortesía. Tomamos una taza con chocolate caliente, y comimos algunas galletas de jengibre. Su rostro se tornaba de un verde azulino, hacia un anaranjado contagioso. Me relataba unas historias de antaño muy jocosas. Confieso que tenía ganas de que me diera un beso, pero bastaba esa sonrisa tan característica suya para sentirme completo.
Agarré uno de los cabellos cenicientos de mi barbilla, se lo entregué y ella se sonrojó. Me agradeció el gesto con simpatía. De la nada, ella inhaló bien fuerte, abrió grande su boca, y me dio un regalo: extracto de hálito de vida. Me emocionó a tal punto que mis lágrimas cayeron placenteras. Nunca me habían entregado algo tan significativo.
Recuerdo que terminamos nuestra conversación, luego de haber bebido la última ronda de café con crema. Ordenamos un poco la mesa -con sus respectivos cubiertos limpios-, porque era hora de que ella partiera hacia otro destino. Abrimos al unísono la puerta de mi casa. Los vientos huracanados se estancaban en cada uno de nuestros pasos.
Despedí a Felicidad aquella noche, con la promesa de que me visitara más seguido. Aún atesoro su regalo; me siento más aliviado.
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