El deseo constante de ser feliz (o ¿De qué hablamos cuando hablamos de felicidad?)

Estaba pensando en que estaba pensando en qué me hace feliz. Lo he meditado bastante, mientras trato de conciliar el sueño durante estas últimas noches. Y siento que aún lucho por saber qué fibra está tocando en este punto de mi vida. ¿Será algo vano y vahído, como un pasajero de vidrio, o un rebelde haikú este ideal de “felicidad”? La respuesta es bastante sucinta: hell no!
Se sabe que la felicidad es un estado de conciencia. Por ende, creer que únicamente con el goce de "las cosas simples de la vida" -aplíquese al aroma del café caliente que se toma por la mañana o el bello cantar de un pájaro diminuto, entre otros momentos cursis- radica este proceso tan significativo, es engañarse a uno mismo. O es ser muy ingenuo. O ser bien bruto, incluso.
Si alguien está en búsqueda de alcanzar dicho estado de conciencia, debe -por lo tanto- recurrir a una constante batalla, la cual debe hacer frente a la adversidad, el pesimismo e incluso la desidia (o sintetizando estas ideas: la puta "crisis"), para así poder llegar al otro lado del río... o del arcoíris (para apoyar al colectivo LGBT+).
Aún estoy en eso, ahora que lo recuerdo. Pero sé que llegaré allí, donde no tenga que necesitar de la vitamina D que proporciona el sol ni justificar mi tranquilidad con cosas zen u otras burradas. Estaré allí no porque el libro “The Secret” me diga qué tengo que realizar. Estaré en aquel lugar porque se sufre primero para poder alcanzarlo. Y claramente soy el príncipe del drama por excelencia; he trabajado mucho por ello.

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